21 abril 2012

Tembladerani


Ignoro la razón por la que el barrio de Tembladerani en las laderas de La Paz, en Bolivia, lleva ese nombre, pero sería el apropiado para la ciudad de México desde el 20 de marzo pasado, en que se produjo un sismo de 7.8 grados en la escala de Richter (horas más tarde degradado con ignominia a solamente 7.4 grados). 

Desde entonces, se han registrado 520 réplicas, y ya habrá más cuando el lector abra esta nota, porque no hay día que no sume entre 10 y 15 nuevos movimientos sísmicos, en su mayoría menores a 5.0 grados, pero algunos de una magnitud superior a 6.0 grados, como las réplicas del 26 de marzo, y las del 2, 11 y 12 de abril.

Dicen que los sismos se sienten más en Ciudad de México porque la capital está asentada sobre un gigantesco colchón de agua. En el piso 15, estos sacudones no solamente se notan, sino que duplican su duración, ya que el edificio continúa bamboleándose después de que ha terminado el movimiento sísmico. Los marcos de las ventanas crujen, las puertas se abren y cierran solas, los cuadros se balancean en las paredes, las campanas que tenemos en la cocina hacen música sin que nadie las toque, y el sapito de cuentas de color que me regaló mi sobrino, que tengo suspendido sobre mi escritorio, se mece de un lado a otro. Inmediatamente después de los sacudones fuertes suele cortarse internet y saturarse las líneas telefónicas durante unos minutos. 

Terremoto,  de Botero
El primero en reaccionar cuando hay sismos es Marcelo Ebrard, Presidente del Gobierno de la Ciudad de México (y probable candidato a la presidencia del país en seis años más), cuya eficiencia impresiona e inspira confianza. Cinco minutos después del fuerte temblor del 20 de marzo, Ebrard ya estaba twiteando desde un helicóptero, mientras sobrevolaba la ciudad para evaluar los daños. “Tenemos sismo”, fue el primer pío-pío que envió, y en los minutos siguientes siguió informando: “Estoy ya al aire en helicóptero”, “Servicios estratégicos funcionando”, “Sistema de aguas sin fallas”, “Metro sin novedad”, “Numerosos edificios evacuados en orden”, “No tengo reportado daño serio en escuelas”, “Aeropuerto en condición normal”, “Iniciamos revisión de cuarteaduras u otros efectos en edificios”, “Revisadas 3000 escuelas sin daño mayor”, “Hospitales sin novedad”, “7.6 nos informa sismológico nacional”, “Otra replica”… entre otros mensajes igualmente breves y concisos que llegaban cada dos o tres minutos. Siguiendo los protocolos de evacuación y las indicaciones del gobierno del Distrito Federal, la gente sale ordenadamente de los edificios y se instala en lugares predeterminados en los parques y en las amplias avenidas de la ciudad, hasta que termina la contingencia. Luego, la calma, otra vez.  

México, 1985
La capacidad de respuesta del gobierno de izquierda en la Ciudad de México tiene mucho que ver con el trauma que para todos significó el terremoto del 19 de septiembre de 1985, que destruyó varias zonas de la ciudad (Tlatelolco, Centro Médico, entre otras), y arrojó un saldo de fallecidos que hasta hoy es secreto de Estado, pero que se estima entre 15 y 25 mil víctimas mortales. Lo que sucedió entonces dejó fuera de juego a las autoridades federales y a las de la ciudad capital, que no atinaron a responder hasta varias horas después. Por ello, la gente se organizó y con palas y picos se dio cita en los edificios colapsados, para tratar de rescatar a los sobrevivientes que quedaron atrapados entre los escombros. Hay analistas que afirman que fue entonces que nacieron los movimientos independientes de la sociedad civil mexicana que años después contribuiría a alejar al PRI del poder.

En 1985 no me encontraba en el país sino en Holanda, en un evento que concluyó precisamente el día del terremoto. En el aeropuerto, al regresar, de las dos palabras en un titular a cinco columnas en holandés sólo pude reconocer una: “México”, pero fue suficiente, no podía tratarse de un golpe de Estado. La otra palabra era “terremoto” (aardbeving). Por supuesto no hubo manera de regresar hasta tres días después, cuando las aerolíneas comerciales normalizaron sus vuelos.

La sucesión de sismos en el mes posterior al 20 de marzo no solamente ha sido cotidiana, sino que se ha extendido en el mapa sobre el Pacífico, desde Chiapas en el extremo sur, hasta Baja California en el extremo norte. En otras palabras, no se trata de simples réplicas, sino de sismos en diferentes puntos al sur de la falla de San Andrés. Si unimos los puntos en el mapa, aparece una costura que bordea peligrosamente la costa pacífica mexicana. Debajo, mar adentro, uno puede adivinar la violencia con que chocan las placas tectónicas de Cocos y de Rivera, disputándose el espacio. 


Todos estos sismos y temblores, los de antes y los de ahora, más frecuentes, me llevan a pensar en la fragilidad de nuestro pequeño planeta. Es tan extensa la herida, que asoma en el pensamiento la imagen de la tierra partida en dos, como un fruto. ¿Tendrá todo esto que ver con las exhalaciones de "Don Goyo" en los últimos días? Lo cierto es que el volcán Popocátepetl anda manifestando su incomodidad. En la madrugada del viernes 20 de abril registró 62 exhalaciones de mediana intensidad con un penacho de vapor de dos kilómetros de largo, gases, cenizas y fragmentos incandescentes. Como dice mi amigo Jesús Galindo, "Don Goyo se expresa, algo nos dice, no sé con claridad lo que quiere, pero lo enuncia de forma magnífica y elegante."

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Cuando uno lo abre, el libro despierta.
                                        —Ralph Waldo Emerson