31 agosto 2015

El cine agranda

Ursula Andress y Jean-Paul Belmondo
Las cámaras y las pantallas hacen milagros. Recuerdo cuando hace cinco décadas en las gradas de la Cinemateca Francesa (todavía quedaba en Trocadero), tuve a mi lado casualmente a Ursula Andress y a Jean Paul Belmondo. Ella, que se hizo famosa como la “chica Bond” en Dr. No, el primer film de la saga de James Bond y que aparecía en la pantalla como un mujerón imponente, me llegaba debajo del hombro y tenía un cuerpito delicado que Belmondo cuidaba que no rodara escaleras abajo. Y eso era en su mejor momento como “símbolo sexual”, hoy es una señora de casi 80 años.  

Sin duda el cine agranda. Lo volví a comprobar hace unas semanas en Marbella cuando asistí a la gala de entrega de los Premios Platino del Cine Iberoamericano, sobre la que ya he dado cuenta en esta página. Creo que me invitaron por mi participación como jurado del Premio José María Forqué, a fines del año pasado, que organiza la misma Entidad de Gestión de Derechos de los Productores Audiovisuales (EGEDA).

Edward James Olmos
Si bien la experiencia misma de una gala de vanidades me puede producir erisipela instantánea, tuvo la virtud de provocar estas reflexiones sobre los destinos del cine latinoamericano, las estrategias que se están ensayando para posicionarlo como industria mundial y los riesgos que ello conlleva en cuanto a la pérdida de identidad y de homogenización cultural.

Durante la conferencia de prensa que tuvo lugar un día antes de la gala en Marbella, escuché a Antonio Banderas y a Edward James Olmos decir cosas interesantes. Estos dos latinos se han abierto camino en Hollywood sin olvidar sus raíces. No son frívolos, tienen una conciencia clara de los problemas y han tratado de tomar posiciones dentro de la fortaleza del cine industrial. Para ambos el objetivo es acabar definitivamente con el papel secundario que cumplen los latinos en el cine de Estados Unidos y tomar el poder.

Banderas puso como ejemplo de una “toma hispana de Hollywood” a películas como Gravity y Birdman, grandes ganadoras en los Oscar de los años 2014 y 2015, que no tocan temas hispanos ni tienen necesariamente actores o actrices hispanos, pero están dirigidas en ambos casos por realizadores mexicanos.  “No queremos meternos en un gueto que nosotros mismos inventamos, sino que queremos meternos en todos los terrenos sin perder nuestra propia identidad” dijo. “Se me ocurre que los hispanos podemos robarle Hollywood a Hollywood, y podemos hacer nuestra la marca Hollywood, porque es más una marca que un lugar”.

Antonio Banderas en los Premios Platino
Probablemente las películas que menciona Banderas sirven para insertar a creadores del cine latinoamericano en la industria cinematográfica de Estados Unidos, pero no posiciona temas latinoamericanos. Al fin y al cabo, el grueso de los espectadores que llena las salas de cine no tiene idea de quién es el director de una película. Para el espectador medio se trata de la película “de” Sandra Bullock y George Clooney, y no de Alfonso Cuarón, por muchos premios que hayan ganado estos directores.

Quizás la apuesta por un cine que funciona bien en la gran industria significa que quienes se aventuraron al interior de la fortaleza de Hollywood para tratar de tomarla por asalto desde adentro, terminaron atrapados en ella, en el sentido que Godard mencionaba de manera crítica. De alguna manera contribuye a potenciar y a mejorar el cine industrial con una sensibilidad diferente, pero no necesariamente a aportarle elementos culturales nuevos, salvo excepciones.

El problema para sostener nuestras cinematografías, como señaló Banderas, es la ausencia de un mercado doméstico. El cine de Estados Unidos se sostiene con un amplio mercado interno que no tiene América Latina para sus propias películas: “El mercado doméstico es el que manda”. 

Chuquiago, de Antonio Eguino
Es una verdad de Perogrullo, como vemos en Bolivia, donde está ya muy lejos aquel momento excepcional en que una película como Chuquiago de Antonio Eguino pudo alcanzar medio millón de espectadores en salas de cine, debidamente contabilizados porque pagaron sus entradas. Hoy es más barato comprar un DVD trucho que cuesta cinco u ocho Bolivianos que pagar 30 Bolivianos para ingresar a una sala de cine. El acceso al material audiovisual se ha diversificado, los canales de cable ofrecen una enorme oferta de películas y en internet se pueden ver de manera gratuita muchas de ellas, pero también las que nunca llegan a las salas de cine ni a la televisión.

El cine agranda desde que nació a fines del siglo XIX como arte, espectáculo e industria al mismo tiempo. Agranda no solamente a actores y actrices que parecen físicamente más grandes o más atractivos, sino que agranda también el poder de productores y empresarios cuya actividad gira en torno al cine.  Los agranda porque el cine tiene, de por sí, algo que infla los pechos y las sonrisas. Tiene magia, qué duda cabe.

Esa es la parte anecdótica que tiene que ver con la vanidad, ese becerro de oro que alimentan las masas con su ingenuidad y sus ahorros, para el disfrute de los petulantes. Pero hay algo más importante: el cine agranda también los temas, da fuerza a los argumentos, impacta por su eficacia expresiva, porque su narrativa toca en cada quien fibras de sensibilidad diferentes. Y esto lo saben aquellos que adquirieron fama en la industria del cine y que pueden aprovechar su estatus para promover valores y causas justas. Está bien que lo hagan, es una manera de interpretar, en la vida real, roles comprometidos socialmente.


Sin embargo, hay otro cine bastión de culturas que no entra en esa estrategia. Las cinematografías nacionales y sus grandes cineastas han llevado a la pantalla mundial películas de países y culturas que de otra manera desconoceríamos. No me refiero solamente a ese momento magnífico de las décadas de 1950 y 1960 que permitió a las cinematografías de Italia (neorrealismo), Francia (nouvelle vague) o Inglaterra (Free Cinema) mostrar nuevas maneras de narrar, sino a los aportes de los cineastas latinoamericanos, griegos, indios, chinos o africanos que nunca lograrán hacer en Hollywood lo que de manera tan creativa hicieron en sus propias regiones. 
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El cine es un misterio. Es un misterio para el propio director. El resultado, el film acabado, debe ser siempre un misterio para el director, de otra forma no sería interesante.
—Andrei Tarkovski

25 agosto 2015

Fatiha

Cuando los amigos mueren, la memoria se activa como un resorte. Ahora le tocó el turno a Fatiha Rahou, mi amiga argelina, artista plástica y compañera de Théo Robichet, cineasta. Théo me envió esta mañana desde París un sereno mensaje de dolor: J'ai la triste nouvelle de t'annoncer la mort de Fatiha - Elle a fait une hémorragie cérébrale -ses funérailles ont eu lieu en Bretagne. Je t'embrasse très fort.

Con ambos tengo una larga historia de amistad y cariño, que se remonta a principios de la década de 1970, cuando los conocí cuando el exilio me llevó a Francia. La amistad con Théo estuvo mediada por el cine, y el cariño que establecí con Fatiha por la pintura. Théo cineasta militante, fue el primero que se lanzó a Chile para documentar el golpe de Pinochet en 1973. Siempre estuvo con las causas justas, en Palestina o en Nicaragua, allí donde había que estar para mostrar un punto de vista solidario y comprometido.

Fatiha ejercía otro tipo de transparencia: pintaba sobre vidrio, una antigua técnica que había rescatado y llevado a un extraordinario nivel de delicadeza y sensualidad. Para ser más preciso, Fatiha pintaba detrás del vidrio, lo cual significa que desarrollaba sus obras en el sentido inverso de como se ejecuta normalmente la pintura sobre lienzo: primero pintaba los detalles más finos, y al final los fondos. De adelante para atrás, y no al revés.

Compartíamos con Fatiha y con Théo el gusto por el erotismo. La sensualidad de la pintura de Fatiha estaba inspirada en aquellos cuentos y leyendas del mundo árabe que llenan las mil y una noches de nuestro imaginario colectivo. Los colores vivos de los personajes y de los paisajes, las escenas de ensueño que representaba flotando detrás del luminoso vidrio, sus mujeres sensuales y desnudas, ejercían sobre mi una fascinación especial. 


La magia de la pintura de Fatiha rebalsaba sus cuadros y ocupaba otros espacios en el departamento donde vivían en Gennevilliers, a donde dirigí mis pasos tantas veces cuando los visitaba. Las sillas, las paredes, los adornos… quedaban contaminados por esos colores que estallaban frente a la mirada.

Una de las mejores fotos de mi serie “Retrato hablado” (1990) es la que tomé a Fatiha en marzo de 1989 en su taller. Aparece melancólica detrás de una de sus obras en proceso, con una parte del rostro cubierto por su abundante cabello rizado. La obra a medio hacer representa a una mujer árabe con una mirada directa y oscura. Fue imposible evitar que yo mismo me reflejara en el vidrio, de modo que la foto resultante es una especie de selfie de aquella época.  

Como todas las demás 49 fotografías de mi serie que se exhibió en la galería del Espacio Portales (Patiño) que entonces quedaba en el Prado (Avenida 16 de Julio) de La Paz el retrato de Fatiha está acompañado por un texto donde trato de capturar su personalidad y su arte: 

“Sensualidad y color.  La paleta de Fatiha Rahou, nacida en Argelia y radicada en París, sorprende por la riqueza de tonalidades y la magia de los temas.  Su libro Aïcha Kandicha reúne reproducciones de su obra más representativa, inspirada en los relatos de las culturas árabes.  Entre la historia y el sueño, Fatiha escoge temas de exquisita belleza y armonía.  Y lo hace rescatando una técnica de pintura sobre vidrio, o más bien detrás del vidrio, donde la luminosidad de los colores se hace carne en el cristal que sirve de soporte.  Magos de rostro azul, bellas y misteriosas mujeres de larga cabellera, aves de ensueño, cálidos desiertos y fuentes de agua azul que se confunden con el cielo, aparecen entre decorados de filigrana, arcos y columnas que nos transportan al mundo extraordinario de Las mil y una noches.  Delicadeza y sensualidad femenina se hacen arte”.

Debí hacer más énfasis en la palabra magia, porque es la que sobresale. En el humilde catálogo de mi exposición (que generosamente diseñó Carlos Villagómez, al igual que las tapas de otros libros míos), escogí solamente 17 retratos, de modo que allí quedó en la página central Fatiha, frente a frente con don Juan Lechín y acompañada en otras páginas por Jaime Sáenz, René Zavaleta, Jesús Lara y José María Velasco Maidana, entre los bolivianos, y Cantinflas, Ernesto Cardenal, Irene Papas y el “Indio” Fernández entre los internacionales.

Ese mismo año publiqué mi cuarto poemario, Sentímetros (1990), y pedí a once amigos pintores que escogieran los poemas que querían ilustrar con sus dibujos. Fatiha eligió “Alba”, “Tiempo”, “Señal”, “Cambio de piel” y “Noche” y trajo a mi libro con sus dibujos un soplo de aire del desierto. El dibujo que hizo para “Señal” es, por ejemplo, un ejercicio de caligrafía árabe.

Muchas veces estuvimos juntos, a solas o con otros amigos como Nicole y Pierre Kalfon. Nuestras veladas eran siempre intensas y llenas de evocaciones que las hacían demasiado cortas. La última vez que estuve con ellos fue el 3 de noviembre del 2011 y no pude resistir la tentación de comprar un pequeño cuadro de Fatiha, en el que aparece una pareja haciendo el amor.  Habibi, como le decía Fatiha a Théo con cariño, también se ha dedicado a pintar y me obsequió un cuadro suyo, igualmente sensual. Me regresé bien regalado.


El nombre de Fatiha está cargado de simbolismo y se puede leer en la apertura misma del Corán, en el primer sura: al-Fatiha es la apertura, la que abre, la que introduce. Es la madre del libro, le da nacimiento. 

Me está saliendo callo en el corazón de tanto ver pasar a los amigos muertos. Escribo sobre ellos porque es justo recordarlos, pero no puedo evitar el malestar.

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La muerte es una amante despechada,
que juega sucio y no sabe perder

—Joaquín Sabina

20 agosto 2015

La vieja dama de la conciencia

Soy un atrevido, siempre lo he sido.  A veces escribo sobre temas que no son de mi competencia, simplemente porque quiero expresarme a propósito de ellos. Sobre cine y comunicación tengo cierta autoridad, ganada a través de muchos años de práctica y de mucha investigación. Algunas veces me atrevo a escribir sobre artes plásticas, porque mi proximidad con las obras y con los artistas me invita. 

El pueblo de Gula saluda a Clara |  Foto de Ariel Duranboger
Algo parecido me sucede cuando escribo sobre arte dramático, pero no es un terreno en el que me sienta tan seguro, a pesar de haber publicado en 1995 un libro sobre teatro popular, y de haber escrito algunos comentarios críticos sobre obras que me han gustado. Esta es la puerta de entrada que justifica mis impertinencias: aquello que me gusta.

Vi hace algunos días Gula, la visita de la vieja dama, una obra de Friedrich Durrenmatt adaptada por el joven director Eduardo Calla, con un elenco formidable en el que destacan David Mondacca y Patricia García.

La obra es un regalo de la Embajada Suiza, que en lugar de celebrar su aniversario con propaganda nacionalista o discursos circunstanciales del estilo “qué buen gobierno tenemos” o “qué maravillosa es nuestra cooperación con Bolivia” (lo cual es cierto, porque es uno de los países que más apoya al nuestro), prefirió que la celebración fuera un aporte cultural. Los que hemos estado de vez en cuando en aquellas aburridas celebraciones nacionales de las embajadas, saturadas de discursos grandilocuentes, agradecemos profundamente esta propuesta novedosa.  Si todas las embajadas hicieran lo mismo, tendríamos menos corbatas y más cultura.

Una escena de Gula | Foto de Ariel Duranboger
Vamos a la obra, cuyo argumento es necesario resumir para subrayar sus valores. El pueblo de Gula atraviesa años de grave crisis, está sumido en el abandono y la decadencia cuando recibe la noticia de que Clara Zachannassian, una mujer nacida en el lugar muchos años atrás y ahora multimillonaria, ha decidido visitar su ciudad natal. El alcalde, el cura, el policía, el maestro y todo el pueblo ven la oportunidad de pedirle a la vieja dama una donación que permita a Gula salir de su estado de postración.

La llegada de Clara se prepara cuidadosamente y de pronto la figura de Elías (Alfredo, en el libreto original), el tendero de Gula, adquiere notoriedad porque en su juventud fue el amante de la dama. Sobre él se hacen todas las apuestas: dependerá de Elías que la ilustre visitante despliegue su generosidad y haga una donación mayor.

Sin embargo el pueblo entero se lleva una sorpresa: la vieja dama, que cojea con una prótesis de madera y una mano de marfil (perdió ambas en un accidente aéreo en Afganistán), está muchos pasos delante de ellos y tiene su propio plan: ofrece mil millones a cambio de que el pueblo asesine a Elías, que la humilló cuando eran jóvenes y la hizo condenar por todos, sobornando a testigos para que la acusaran de ser una prostituta.

Problemas de conciencia en Gula | Foto de Ariel Duranboger
Si en ningún momento se pierde el tono de comedia de la obra, poco a poco el espectador  se va adentrando en la complejidad de la temática, que tiene que ver con la justicia y la ética. Por un lado la inicial defensa cerrada de Elías, uno de los personajes más queridos en Gula, y por otra la ambición del dinero ofrecido por Clara, que poco a poco tuerce el destino para decidir, con el argumento de hacer justicia pero en realidad por el bienestar que supuestamente traerá el dinero, la muerte del ciudadano. Elías ciudadano ilustre, y Elías paria. La paradoja, claro, es que el pueblo entero era responsable de aquel acto de injusticia ocurrido cuarenta años antes. El diablo no sabe para quién trabaja.

Dilemas morales, apuntes sobre la justicia, sobre el poder, sobre el dinero, sobre el machismo, sobre la lealtad y la hipocresía… la obra tiene un poco de todo para alimentar un buen debate.

El diseño y producción de la escenografía, a cargo de Gonzalo Callejas no solamente es eficiente, sino que se convierte en un personaje más de la obra, un personaje que se transforma, que se mueve y llama la atención de los espectadores. Todos los movimientos se hacen en escena y contribuyen a crear esa sensación de un espacio limitado del que el personaje de Elías no puede huir. La banda sonora (que incluye una canción de los Beatles) y las proyecciones (quizás demasiado pequeñas) contribuyen a crear la atmósfera que signa el destino de los personajes. 

Mondacca en Gula | Foto de Ariel Duranboger
Me ha parecido formidable el casting, especialmente el de Patricia García como Clara, imponente en todo momento, y el de David Mondacca, cuya experiencia y trayectoria no hacen sino confirmar su calidad de actor. Patricia y David están completamente sellados a sus personajes. 

Todas las actuaciones son correctas, aunque a veces los actores no calzan físicamente con los personajes que representan. Me gustó Denisse Arancibia en el papel de asistente de Clara, Claudia Andrade en el papel de Matilde y Paola Oña en el papel de periodista, pero no estoy seguro de que otros actores principales signifiquen con la misma verosimilitud a los personajes que representan.

El personaje de la periodista frívola, superficial y vana me pareció tan acertado que a pesar de la caricatura se parece demasiado a muchos periodistas que circulan en el mundo real, y no solamente en Bolivia. Hace poco me tocó ver de cerca en Marbella a Mariela Encarnación, la presentadora de farándula de CNN en Español, y es exactamente así de caricatural, metida en su teléfono celular como en una ratonera.

Lo he dicho o escrito otras veces: siento una alta admiración por mis amigos teatreros, desde Líber Forti hasta David Mondacca, Maritza Wilde, Jorge Ortiz, Luis Bredow (que presta su voz al juez de esta obra) y varios más que desde hace tantos años dan su vida por el teatro en Bolivia. Ensayan obras durante meses para ofrecerlas unas cuantas veces a un público que lamentablemente no acompaña.

(Este comentario se publicó en Página Siete, el domingo 9 de agosto 2015) 

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La comedia tiende a representar a los hombres como peores,
y la tragedia como mejores, de lo que son en la vida real.

—Aristóteles